quinta-feira, 23 de abril de 2009

Caballos, Madrugadas, Mi Padre, las Linternas, el Blues de los Bueyes y la Esperanza

Foto de Edu Campos. Regalo que él me dio.

Estar así con la cabeza cerca del útero de las nubes me hace recordar de mi eternidad, cuando mi infancia. Mi padre había comprado una estancia en Ribeirão Pires y en las vacaciones todos los parientes, principalmente mis quince primos, allá se reunían con el objetivo de entender la vida a través del fútbol y de escalar los cerros que circundaban la propiedad. Mis primas también iban...¿qué harían ellas? Para mí el allá es un Fuerte Apache que me separaba del dolor que la escuela me causaba y me posibilitaba el aislamiento, condición que siempre me cae bien. Yo me escondía de los otros pibes y en la cima de la montaña, como un propio tonto, me sentía seguro y desde allá me quedaba observando la “casita blanca”, que era como mi padre llamaba a nuestra chacra, así tan de juguete.

De madrugada, algunas veces, se sucedían rituales mágicos con mucho menos efectos especiales que los de una producción cinematográfica o de esos best sellers infanto-juveniles de los tiempos modernos; pero pienso, con mucha más magia. Por eso soy tan más yo en esa hora cuando las consciencias se confunden y el inconsciente aflora. De ahí la raíz de mi ocupación de guardia nocturno. Después de una hora de viaje, mi padre llegaba con mi madre de alguna sesión de una de sus piezas teatrales, allá por las dos, tres de la madrugada. Él se juntaba a mis tíos y nos despertaban a nosotros, los chicos, para que fuésemos a caminar por los caminos de tierra de la región. Iban sólo los hombres, las mujeres tenían sus propios rituales, y tal vez, porque los hombres necesitan salir para cazar alguna cosa o nada: sólo los niños. Los adultos tomaban sus linternas y de vez en cuando nos dejaban sostenerlas. Aquel niño que tenía esa chance se sentía como sosteniendo una espada o un trofeo. Nosotros íbamos en pijamas nomás. Todos con abrigo porque el frío es la temperatura del misterio. Yo siempre creí que aquello era un sueño, pero si lo fuese, era colectivo. La neblina, la luna, el olor a monte, los sonidos de animales, la noche que prevalecía como un manto oscuro llena de gotas de leche que nos cubrían de miedos excitantes y fantasías de cazadores. Ellos nos contaban historias de sus infancias y nosotros vivíamos la nuestra sin saber. ¿Será que ya les conté esta historia a mis hijos? No sé cómo entrar en el mundo de los videogames. Yo quisiera hablarles de aquella sensación de seguridad que yo sentía cuando andaba cercado por las piernas de aquellos hombres que reían con sus bromas apasionadas. Yo me sentía como si estuviese preso atrás de las rejas de la alegría. Aquellos senderos de tierra parecían no tener fin y a la hora de regresar era como despertar sobresaltado de un buen sueño. Yo siempre soñé más de lo que dormí.

Nosotros teníamos dos caballos. La Negra y el Ferrugem (Herrumbre). Ella, oscura como ojos cerrados; él, chocolate claro. No eran muy buenos para montar. Parece que ya llegaron medio viejos. La Negra, por un tiempo, todavía llegó a tirar el carro. Había días en que ya no iba al pasto y se quedaba el día entero mirándolo. Caballos son buenos para mirarlos. Mirar caballos siempre me fue algo medio místico. Así como los toros, yo siento el blues de los bueyes. Que en aquella ventana de ellos, el alma es la tristeza. Qué linda. Había una vaca, una sola de tan sola: ¿Esperanza es nombre? Nadie la vio morir.

Nenhum comentário:

Postar um comentário