quinta-feira, 30 de abril de 2009

Catadores de empanadas

Estar así con la boca tan cerca del secreto de las masas. Allá en la estancia, mi abuela, Doña Herminia, (aquella que me hacía tomar un colectivo a las dos de la tarde para Santos, acostarme en su regazo para recibir la caricia de los seres angelicales e volver en el colectivo de las seis) cocinaba para 15 nietos. Eran ollas industriales en una cocina a leña y éramos cada uno más uno de tanta hambre conseguida en partidos de fútbol como finales de algún campeonato inexistente que nos regía de forma inexplicable y oculta y que casi siempre acababa en disputa.

La comida de de Abu Mina, como la llamábamos, era tan disputada como las peladas y algunas veces era necesario que ella actuara de jueza. Pero, en día de empanadas la cosa se ponía realmente fea. Pobre de mi abuela que tenía que hacer un número exacto para cada uno de nosotros y, como si no bastara, las empanadas tenían que tener el mismo tamaño. Explico el juego: la enorme fuente era colocada en el centro de la mesa, digamos que cada uno tenía derecho a seis empanadas, que sólo podían ser tomadas después del silbato; pero, detalle, había una sorpresa adentro de ellas. El clima era tenso y excitante. Teníamos algunos minutos para mirar bien a las susodichas y estudiarnos las mejores posibilidades. El silbato sonaba y en furia tomábamos nuestra porción, claro que con mucha confusión y pelea. Masticábamos mirándonos, uno quería ver si la sorpresa estaba en la boca del otro. Algunas veces llegábamos a dar sólo una mordida para ver si era y ya ir luego mordiendo otra se no era. De repente, el gozo. Uno de nosotros estaba con la boca escupiendo nubes. Mi abuela rellenaba una de las empanadas con algodón. Pasado el climax, comíamos luego para hacer la digestión y volver al fútbol, nunca sin antes enchincharnos por comer una empanada de viento.

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